Llevo más de 25 años trabajando con menores, tanto en el ámbito de la justicia juvenil como en el de la protección a la infancia. Y sinceramente, me ha servido para darme cuenta de lo que uno puede llegar a aprender de estos niños que tanto han sufrido. Realmente son valientes, supervivientes de adversidades duras difíciles de comprender…
… Y esta es la experiencia vivida durante su estancia en un centro de protección hasta que cumplió los 18 años uno de los menores al que llamaremos Javi:
Llegué con 7 años al centro. Antes de entrar sentí un desgarro y alivio al mismo tiempo. Pues ciertamente, el entorno que tenía que cuidarme, no era el más adecuado y, aunque no era lo que deseaba, ahora sé que fue necesario. Conforme pasaba el tiempo, veía que me sentía mejor, pues el ambiente, el trato, el hogar, eran geniales para mi, mucho mejor que cuando estaba en casa. Pero siempre me hago la misma pregunta, ¿qué falló? ¿por qué no tuve la posibilidad de estar con mis padres? Crecí enfadado con el mundo, pues tras superar que yo no era culpable de nada, comencé a focalizar en quienes tenían la responsabilidad de ayudar a quienes me trajeron al mundo. En fin, fue y es duro dar una explicación que me mantenga tranquilo en el tiempo.
El centro, me ayudó mucho a crecer y darme cuenta de las opciones que hay cuando el contexto es sano y bientratante, aunque aún sigo teniendo un nudo en el estómago cuando me encuentro con alguna dificultad o peligro. Aunque, de algún modo lo gestiono. Allí, tenía afecto, cariño y protección. Pero, no es como estar en una casa, pues éramos 23 menores y muchos educadores. Y a pesar del buen trato, no dejaba de ser un lugar de tránsito, pasajero. En definitiva, sabía que no era mi casa por mucho que se esforzaran los educadores en hacer del centro un hogar familiar. Y entiendo que tuviera que ser así, con tantas normas y tantas limitaciones de movimiento. No me sentía libre del todo, tenía la convicción de que algún día volvería a casa, que mis padres conseguirían recuperarme a pesar de las continuas broncas, alcohol y drogas que en mi casa tenía. Llegué incluso a idealizar a mis padres, era como un sueño que quería que se hiciera realidad. Venían a verme con frecuencia, hasta que dejaron de hacerlo. Y nunca más supe de ellos. Bueno, mi madre falleció y mi padre desapareció.
Durante toda mi estancia en el centro, siempre me venía la misma pregunta, y cuando cumpla los 18 ¿qué? Y más cuando ya supe que no volvería con mis padres. Ciertamente, desde el centro intentaron buscar familias de acogida para tener un hogar más realista con lo que eso significa; pero, mi conducta no era la más adecuada para que alguien quisiera hacerse cargo de mi. Esto agudizaba aún más la incertidumbre de mi proyecto de vida. Era tal la rabia que tenía que, aunque intentaba comportarme como se esperaba, para mi era imposible. Y más cerca estaba la mayoría de edad, y más ansiedad. Y lejos de poder organizarme y pensar en opciones, más ansiedad se creaba, peor era mi conducta en determinados momentos. No me tranquilizaba lo que me decían, pues pretendían un plan de emancipación y búsqueda de empleo, cosa que no funcionó. ¿Quién a los 18 vive sin el apoyo de adultos? Creo que está mal pensado esto de la mayoría de edad. Y qué decir del planteamiento del sistema de protección, más de 11 años invirtiendo en nuestra protección para que al llegar los 18, tengamos que volver, en algunos casos a nuestros hogares desestructurados y maltratantes que no han cambiado, sino que han empeorado; y en otros casos, directamente a buscarnos la vida sin capacidad ni posibilidades suficientes para lograrlo. Imagínate cómo me tuve que sentir durante tanto tiempo. Pero bueno, los educadores eran como magos, conseguían que todo fuera divertido y esperanzador y muchas veces se me olvidaba toda esta angustia.
Pero qué curioso, vengo de una casa que se cae a cachos y me meten en un centro espectacular, con piscina, mogollón de habitaciones, preciosa… un chalet con parcela y jardines. Lo menos parecido a un hogar familiar común. A veces me preguntaba si eso no generaba una expectativa falsa de lo que iba a ser mi vida. Ahora, miro hacia a tras y bueno, el lugar no lo era todo, sino más bien lo que se hacía dentro. Pero es verdad, que ese entorno me llevaba a no querer irme de allí y menos imaginando lo que me esperaba.
La mayor amenaza que he tenido en esos 11 años, ha sido la incertidumbre. LA INCERTIDUMBRE de no saber qué será de mi cuando cumpla los 18 (tiempo máximo de estancia en un centro de protección de menores). Un estado de ansiedad permanente que me ha acompañado y al cual le he dado su lugar en mi crecimiento. Pero que, sin lugar a dudas, me ha marcado para siempre y cada vez que hay un cambio, me entra pánico. He aprendido a gestionar ese estrés haciendo cosas ocupando el tiempo, haciendo deporte, paseando, escuchando música. Pero, es una parte de mi que no puedo extirpar, sencillamente he aprendido a aceptarla como parte de mí.
Y ahora qué
Y ahora qué, ese es el título de este artículo. Imagina que durante toda tu infancia sufres maltrato y una separación (pérdida) de tu familia, te abandonan al poco tiempo de ingresar en el centro. Aprendes a crecer con esa mochila a tus espaldas. Te proporcionan todo el cariño, seguridad y protección necesario para crecer en buenas condiciones, y al cumplir los 18, vuelven los fantasmas de tu pasado. Un cambio, una pérdida, una separación forzada por cómo está montado el sistema. Y no te puedes permitir mirar a tras, solo hacia adelante, pero la mochila pesa. Y aunque creas una especie de red social con los amigos del colegio y el instituto, con los educadores, eres tú, y solo tú quien debe caminar. A pesar de estos apoyos, depende de ti todo lo que tienes que construir. Esta sensación de abandono, martilleaba mi cabeza, me hacía sentir vacío, sin opciones. Miraba hacia mi alrededor y mi red social se desmoronaba, pues mi vergüenza a pedir ayuda, a reconocer que estaba solo, me empujaba hacia abajo. Lloré como si de un mar se tratara. De repente, todo se desvanecía. Era como si no quisiera ser mayor. Pero estaba forzado a serlo. Pero no por la mayoría de edad, si no porque a mí, me tocaba ser adulto, frente a mis amigos, que aún podían ser adolescentes en crecimiento. Es verdad que el centro me ayudó, y mucho, pero también me abandonó. Esto es una realidad que se repite constantemente. Volví a revivir esa sensación de fracaso. Sentía que volvía a empezar.
Cumplí los 18, y ese mismo día tenía que salir del centro. Mis educadores buscaron recursos para menores extutelados, pero no había plaza. Lo único era un lugar tipo albergue. Allí también me trataron bien, y un educador del centro nunca dejó de acompañarme, y me ayudó a confiar en mi a poner en marcha todo lo aprendido en ese centro. Me hizo sentir que no estaba solo, pero al mismo tiempo me ayudó a mostrarme mi realidad tal y como era y a saber llevar mi mochila con orgullo, aunque a veces me desmorono por la dureza de mi historia. Aprendí a relacionarme desde mis circunstancias, nunca utilicé mi historia para obtener compensaciones. Intenté buscar la aceptación y pertenencia en los demás por cómo soy. Y aunque en muchos casos no lo lograba, en la gran mayoría sí. Supe construir una red de personas con las que puedo contar.
Si no hubiera estado en ese centro, no habría conocido a ese educador y, quizá, no habría tenido la oportunidad de reelaborar mi historia para narrarla con un dolor coherente, pero sin sufrimiento. Aún así, sigo pensando que esos centros, deben someterse a una nueva mirada. Se deberían de actualizar metodológicamente y técnicamente. Siguen con modelos arcaicos y basados en premios y castigos, cosa que solo sirve para contener, pero no para reprocesar tanto daño. No todos los niños con los que estuve, fueron acompañados por un educador al finalizar el internamiento.
Terminé mis estudios y empecé a trabajar de lo que estudié, pues me dedico a lo social, a pensar en cómo transformar realidades en verdades para que otros que están por donde yo pasé, puedan gestionar esa incertidumbre con menos angustia y dispongan de oportunidades que realmente se adapten a su madurez y a la verdad de los 18 años. Que, aunque seas mayor de edad, no significa que tengas que ser un adulto en todas sus dimensiones.
Acompaño a menores y sus familias para prevenir posibles rupturas o ingresos en centros. Pertenezco a una organización que quiere romper con una visión de la intervención psicoeducativa agotada y desfasada.
Rafael Llor Martínez
Director de la Asociación Albores de Murcia
DÍA MUNDIAL DEL TEAF – Tolerancia Cero
[…] unos meses retomamos el trabajo, al que se unió también Rafa Llor, ya que trabajamos juntos en La Ventana. Desde el principio vimos el potencial para trabajar […]