Cuando los niños se apagan porque ya no tienen a nada que amar, cuando un azar significativo les permite encontrar a una persona –basta una sola- para que la vida regrese a ellos, ya no saben dejarse confortar. Entonces tienen comportamientos sorprendentes, se exponen a riesgos extremos, inventan escenarios ordálicos como si desearan que la vida les juzgaran y les absolviera.
[…]Se sorprenden los resilientes que después de una herida han aprendido de nuevo a vivir, no obstante, ese paso de la sombra a la luz, la huida del sótano o la salida de la tumba exigen a aprender de nuevo a vivir otra vida.
[…]El fin del maltrato no es el fin del problema. Encontrar una familia de acogida cuando se ha perdido la propia no es más que el principio de la cuestión: “¿Y ahora qué voy a hacer?”. No porque el patito feo haya encontrado una familia cisne se acabó todo. La herida está escrita en su historia, está grabada en su memoria, como si el patito feo pensara: “Hay que golpear dos veces para producir una herida”. El primer golpe, el que se recibe en la realidad, provoca el dolor de la herida o el desgarro de la carencia. Y el segundo, el que se encaja en la representación de la realidad, provoca el sufrimiento de haber sido humillado, abandonado.“¿Qué voy a hacer ahora? ¿Lamentarme a diario y tratar de vengarme o aprender a vivir otra vida, la de los cisnes?”
Para curar el primer golpe, es preciso que mi cuerpo y mi memoria consigan realizar una lenta labor de cicatrización. Y para atenuar el sufrimiento del segundo golpe he de cambiar la idea que tengo de lo que me ha sucedido, he de conseguir modificar la representación de mi desgracia y su puesta en escena ante vuestros ojos. El relato de mi desamparo os conmoverá, el retrato de mi agitación os herirá y la excitación de mi compromiso social os obligará a descubrir otra manera de ser humano.
A la cicatrización de la herida real, se añadirá la metamorfosis de la representación de la herida. Pero lo que el patito tardará mucho en comprender es que la cicatriz nunca es segura. Es una brecha en el desarrollo de su personalidad, un punto débil que en algún momento puede abrirse por un golpe de azar. Esa grieta obliga al patito a trabajar incesantemente en su interminable metamorfosis. Solo entonces podrá llevar una vida de cisne, hermosa y frágil a la vez, porque nunca podrá olvidar su pasado de patito feo. Sin embargo una vez convertido en cisne, podrá pensar en el pasado de una manera soportable.
Eso significa que la resiliencia, el hecho de superar una situación y pese a todo llegar a ser hermoso, nada tiene que ver con la invulnerabilidad ni con el éxito social.
El subtítulo de Los patitos feos resume muy bien el contenido de este libro: La resiliencia: una infancia infeliz no determina la vida.
Este libro nos ofrece una visión alternativa a las teorías predominantes sobre el trauma infantil; a través de ejemplos famosos —María Callas, Georges Brassens— y de su propia experiencia clínica, el autor expone la existencia de un mecanismo de autoprotección, la resiliencia, que se pone en marcha desde la infancia mediante el tejido de lazos afectivos y la expresión de emociones, y que amortigua el choque de la experiencia traumática. Un libro optimista que demuestra que ningún mal es irreversible, que un niño herido no está condenado a convertirse en un adulto fracasado y que alguien que ha sido maltratado en la infancia no tiene por qué convertirse en un futuro maltratador.
Aunque al final de Los patitos feos se amplía el análisis de la resiliencia a los adultos y a sus hábitos y actitudes culturales, el grueso del libro está dedicado a la resiliencia en los niños. Cyrulnik ha montado su línea argumental apoyándose en casos de su experiencia clínica más que en textos de carácter académico. En buena medida esto se debe a que un buen número de orientaciones psicológicas tienen un carácter muy determinista. Los niños maltratados tienen esperanza para Cyrulnik. Su vida puede no sólo ser normal sino magnífica.
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