Muchos niños trabajan mal en la escuela y en casa por reacción inconsciente contra una severidad o una ambición exagerada de los padres respecto a ellos. Si los padres están emocionalmente demasiado tensos por lo que concierne al aprendizaje escolar de su hijo, él lo siente como una privación de autonomía. Al no responder al deseo de éxito de sus padres, el joven rebelde experimenta un sentimiento de independencia puede hacerle preferir las malas notas a las buenas. El remedio contra esta actitud derrotista del niño no se encuentra tan fácilmente. Si los padres aumentan la presión, la resistencia del niño corre peligro de duplicarse. Si los padres renuncian a toda vigilancia, el niño puede tener la sensación de que se le abandona y de que es incapaz de asumir por sí mismo su autonomía. Se refugia entonces en ciertos hábitos de pereza infantil. Si el desacuerdo dura desde hace mucho y ha llegado a causar estragos, puede hacerse necesario el recurso a una tercera persona, mejor situada que los mismos padres, para ver de disminuir la hostilidad y las tensiones entre ambas partes. A veces el profesor mismo alerta a los padres cuando sospecha que el niño anda muy por debajo de sus verdaderas posibilidades intelectuales; algunas lecciones de recuperación pueden bastar eventualmente para que el niño tome conciencia, en un mano a mano más estimulante que la situación de grupo a la que está acostumbrado, de lo perjudicial de esta actitud negativa. A veces los padres tienen interés en acudir a especialistas en estos problemas, psicólogos o incluso psicoterapeutas, quienes, con ayuda de tests de inteligencia y de carácter, pueden determinar, al margen de toda implicación afectiva, las aptitudes del niño y ayudarle con sus consejos a desarrollarlas.
La comunicación entre padres e hijos
Haim G. Ginott, psicoterapeuta, piensa que lo que lleva a estas crisis es una falta de comunicación entre padres e hijos. Aprendiendo a comunicarse, pueden evitarlas. Con mucha frecuencia, los padres no saben hablar con sus hijos. Cuando su hijo regresa de la escuela, la madre le pregunta: « ¿Qué has hecho en la escuela? ¿Te has portado bien? ¿Te ha salido bien la composición? ¿Te sabías la lección de memoria?», etc. El niño vuelve a casa para relajarse, no para pasar revista a todas las materias difíciles en las que quizás no se ha mostrado tan brillante. O bien mentirá, pretendiendo que todo ha ido bien, o dirá la verdad, lo que entrañará casi infaliblemente un sermón, a su parecer, enojoso e inoportuno: para él, cuando sale de la escuela, lo hecho, hecho está, y no hay que volver sobre ello. Por eso, la mayoría de las veces evita la mentira y la reprimenda permaneciendo mudo. La madre se queja de ello: «Mi hijo nunca me dice nada de lo que hace en la escuela». Debería pensar en la observación del Dr. Ginott: los padres no saben hablar con sus hijos. Porque en realidad el niño adora contar a su madre, al regresar de la escuela, todas las emociones que allí ha experimentado. Queda gravemente frustrado si no puede hacerlo. A. Dits y A. Gambier han estudiado dos grupos de niños uno, la madre está presente cuando el niño regresa de la escuela; en el otro está ausente. Dos terceras partes de los niños del segundo grupo sacan notas inferiores a la media. Invitados a contar sus sueños, hablan de castigos, de enfermedad, de muerte.También sus dibujos manifiestan la privación que para un niño representa la ausencia de la madre cuando vuelve de la escuela.
Al niño le gusta contar las peripecias de su «aventura» escolar
¿Por qué entonces rehúsa con tanta frecuencia responder a sus preguntas cuando su madre está presente? Porque las preguntas están mal formuladas. Cuando mi hijo vuelve de la escuela, insisto en primer lugar en que se desnude, se cambie, se lave las manos en silencio, para dejar que se calme y relaje un poco. Me río, pero no respondo si me «chincha» con rocambolescas historias o preguntas fantasiosas que le gusta hacer, quizás para compensar el ambiente serio de la escuela. Enseguida le preparo algo de comer, porque está muerto de hambre, cuando se ha refrescado, relajado y ha tomado su sopa o merienda, le reservo siempre un momento de atención exclusiva. ¿Qué me cuenta él entonces? Nunca aquello que me interesaría más que nada: sus éxitos o sus fracasos escolares. Sino episodios más ricos emocionalmente: en el recreo, un niño no ha querido jugar con él. Y una niña se ha caído y se ha hecho una herida. Y a su mejor amigo le ha regañado la maestra. Y en gimnasia han aprendido esto y esto… Toda una avalancha de detalles que se repiten cada día con renovado entusiasmo. Porque para él no son detalles. Representan su aprendizaje de la vida en grupo, de la autonomía intelectual en presencia de niños de la misma edad. Una aventura que sólo puede vivir en la escuela, no en casa, y que es preciso aprender a vivir victoriosamente desde los primeros años escolares.
Un niño «empollón» que permanece aislado durante el recreo y no sabe hacer amigos, tiene pocas probabilidades de triunfar después en la vida, a pesar de todo el saber que haya acumulado. Quizás apruebe brillantemente sus exámenes universitarios y, si se dedica a la enseñanza, es poco probable que sea un profesor convincente, eficaz. No habrá aprendido cómo comunicarse con los demás – por eso, el aprendizaje social que el niño tiene ocasión de hacer en la escuela, durante el recreo, en gimnasia, etc., es ciertamente tan importante como lo que aprende en clase. Aunque los relatos que me hace de todo esto mi hijo me parezcan un poco secundarios, porque otros aprendizajes me interesan más, desde mi óptica de adulto, prefiero no decir nada sobre el particular.
La edad jactanciosa
Es más tarde, como por casualidad, o a la llegada del padre, cuando el niño aborda los temas escolares más serios: «Hoy la maestra me ha dicho…» o «Paquito ha hecho peor que yo tal cosa…». Los fracasos sólo se mencionan por alusiones, mientras que se destacan ampliamente los éxitos. Porque la edad escolar es la edad jactanciosa por excelencia.
Es inútil tratar de combatir sin tregua este defecto. Es sólo la expresión normal del sentimiento de inferioridad, muy acusado en el niño de esta edad. Porque cuando alcanza el estadio de las operaciones concretas, no sólo se transforman sus facultades intelectuales. Piaget ha puesto de relieve que su juicio moral y su integración social se van haciendo igualmente más flexibles; ya no se siente como el centro del mundo, sino que percibe la reciprocidad de este sentimiento en los demás. A partir del momento en que percibe al otro como una personalidad distinta, aparece la dificultad de imponer su propia personalidad. La tendencia a jactarse, abultando los éxitos y negando los fracasos, muestra sencillamente la angustia del niño ante esta dificultad. No es insistiendo sobre los aspectos defectuosos de su personalidad como reducirá usted esta angustia del niño. Alábele, aunque su conducta no sea perfecta. Siempre puede subrayar algo que el niño ha hecho bien, sin perjuicio de reprenderle inmediatamente por una falta concreta, que sin embargo debe usted corregir. Sobre todo, no le condene con veredictos generalizadores sobre sus malos instintos: él no tendrá dificultad en distinguir entre el «bien» general y el «mal» accidental.
Entender su punto de vista
Pero ¿qué hacer cuando la falta es grave, el boletín de notas acusa insuficiencia, hay que hacer deberes extra o cuando incluso el profesor convoca a los padres? Oigamos la opinión del Dr. Ginott: «Cuando un niño vuelve silencioso a casa, sin apresurarse, arrastrando los pies, podemos deducir por su modo de andar que le ha sucedido algo desagradable. Evitaremos iniciar la conversación con una reflexión critica de este género: “A qué viene esa cara tan furibunda?”, “¡Vaya facha que traes!” “¡Se diría que has perdido a tu mejor amigo!”, “¿Qué nueva tontería has hecho?” “¿Qué es lo que te pasa hoy?»
«Si deseamos conocer la reacción interior del niño, evitaremos estos comentarios, cuyo único efecto sería crear en él un sentimiento de malestar, de resentimiento y de ganas de mandarlo todo a paseo. Es preferible que los padres den pruebas comprensión diciendo por ejemplo: “¿Has tenido dificultades?”. “¡Vaya un mal día!” “¿Te ha molestado alguien?”»
Así como ciertos comentarios que muestran una curiosidad despectiva pueden herir, las frases de comprensión que demuestran simpatía ayudan. Su simpatía respecto de los sentimientos del niño no significa que usted apruebe su fracaso escolar. Muestra solamente que está usted dispuesto a escuchar su versión del asunto y a comprenderlo: porque si ha experimentado mucha amargura, puede liberarse de ella confiándosela a usted. Esta primera exteriorización es importante y no debemos refrenarla brutalmente. Sí el niño dice: «¿Sabes? Es terriblemente injusto lo que me ha pasado…», resista usted sus ganas de cortarle para dar la razón al profesor. Su hijo, todavía bajo los efectos de la cólera, no pensaría que es usted más objetivo que él, sino que todos los adultos están de acuerdo y son incapaces de comprender a los niños.
Tampoco es necesario dar la razón al niño. Dígale simplemente que comprende punto de vista: «Oh, sí, ya veo que te parece injusto…» o bien: «Has debido de sentirte realmente triste y desgraciado cuando te ha ocurrido eso». Esto aliviará y calmará sus pasiones en lugar de atizarlas. Algo más calmado, y viendo que usted no toma partido ni en pro ni en contra, el niño se sentirá libre para reflexionar sobre el problema, contando sobre todo con la ayuda de usted. En la medida de lo posible, minimice el drama y no lo prolongue con castigos suplementarios. Es preferible que su hijo vea que, si la disciplina en casa es de la incumbencia de usted, la escuela compete al profesor. Son éstos dos mundos que pueden permanecer lo bastante separados, lo mismo que respecto del adulto ocurre con la profesión y la familia.
Titulo: Aprender a aprender
Autor: Françoise Schneider-Gauquelin
Revisión y actualización: Natalia Ojeda (Universidad de Deusto)
Editor: Ediciones Mensajero, S.A. (13 de febrero de 2002)
Idioma: Español
ISBN-10: 8427124333
ISBN-13: 978-8427124332
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