El crecimiento del hijo sitúa a los padres en una etapa diferente de su vida. Si el adolescente está en un momento crucial para el desarrollo de su identidad, los padres están en un momento clave de aceptación de su realidad. Es fácil entender que este doble proceso, del hijo y de los padres, convierta esta etapa en difícil y conflictiva para muchas familias.
Los padres pueden sentir cierta ambivalencia ante el crecimiento de su hijo: por un lado, pena al ver desvanecerse al pequeño que dependía de ellos, lo que puede generar un sentimiento de pérdida del hijo tal y como lo tenían incorporado; pero, por otro lado, pueden sentirse contentos ante su crecimiento y satisfechos de sus logros, de sus nuevas adquisiciones. Cuando predomina excesivamente la necesidad de tener los hijos pequeños para sentirse útiles y dar sentido a la vida, se puede caer en el control agobiante del hijo e intentar frenar su progresiva autonomía, con lo que se acentúa la tensión familiar.
Además de estos sentimientos, en los padres se mezcla la evidencia del paso de los años, del inicio del declive de la vida, y con frecuencia la adolescencia de los hijos coincide con la madurez de los padres, entre los 40 y 50 años, y la pérdida de la juventud. Cabe destacar este aspecto, ya que, hoy en día, con cierta frecuencia, la paternidad y la maternidad son más tardías, y la adolescencia de los hijos coincide con el inicio de una edad más avanzada, próxima a los 60 años, en los que ya se vislumbra la tercera edad. El riesgo es que los padres funcionen más como abuelos que como padres.
Además, la adolescencia de los hijos remueve la propia adolescencia de los padres, los conflictos que tuvieron con sus propios padres y el cómo los resolvieron, con qué se identificaron y que revisaron de la educación recibida. Cuestiona también las cosas conseguidas en la vida, cómo han quedado los sueños de juventud, poniendo en primer plano la satisfacción, el mayor o menor éxito o fracaso en la vida. Los padres pueden sentirse celosos de sus hijos por las oportunidades que ellos todavía tienen,o pueden necesitar que sea su hijo el que tenga éxito, para adoptar su éxito como propio, o incluso se pueden sentir cuestionados, con sensación de vacío.
El adolescente pone también en cuestión a los padres como pareja, pone en evidencia la calidad del vinculo afectivo amoroso y las vicisitudes de la relación con comentarios como: «Yo no dejaré que mi marido me diga…» o: «Cuando me case mi mujer y yo…, no como vosotros», y suele adoptar una actitud crítica. El adolescente, mientras, mira la pareja de padres, fantasea con la que él desea formar; primero se diferencia, encuentra todo loque no desea, para posteriormente poder ídentiíicarse con los aspectos positivos y maduros de sus padres. Pero mientras, el proceso del hijo lleva a los padres a veces a dudar, a autocuestionarse, y por tanto, a replantearse su relación, reencontrando, si todo va bien, de nuevo a su cónyuge.
A la vez, los padres descubren en quién se va convirtiendo su hijo y en este proceso pueden pasar por momentos en que estén muy decepcionados de él, en que perciban características, gustos o rasgos de personalidad que no les gusten, y ello fácilmente lleva a poner en duda las capacidades educativas que han ejercido: ¿lo han hecho suficientemente bien?, ¿en que se han equivocado?, ¿cómo es posible que llegue a vestir, pensar, actuar de esa forma…?
Vemos, pues, que la adolescencia de un hijo lleva a los padres un cuestionamiento profundo de muchos de los aspectos de su vida y a vivir también sus propios duelos. La evolución de la relación mutua dependerá de la solidez que tengan como personas, de su tolerancia y comprensión hacia sí mismos y hacia su hijo, de la aceptación de las propias limitaciones, del grado de satisfacción de su vida y de la cualidad de las relaciones establecidas en la infancia. Si pueden predominar las experiencias positivas, honestas y coherentes, podrán ayudar a su hijo en su crecimiento evitando el enquistamiento de los conflictos e impulsando su evolución.
Progresivamente, el adolescente va pasando por un segundo periodo en el que se siente más seguro de sí mismo, en el que ha solidificado ya algunos logros y puede aproximarse de nuevo al adulto reconociendo y valorando de nuevo a sus padres, ahora con una comprensión hacia la vida, hacia sí mismo y hacia ellos como seres humanos con sus cualidades y limitaciones; es decir, ahora con una visión más global y más adulta de la vida.
Pero, para ello, para que pueda hacer este proceso, es imprescindible que en las etapas anteriores, en la infancia, haya predominado una cualidad en la relación mutua. Nada se inventa en la adolescencia, todo se basa en cómo han sido hasta entonces las relaciones familiares. De la anterior flexibilidad, comprensión, diálogo y capacidad de reflexión de los padres va a depender la posibilidad de que poco a poco el adolescente pueda identificarse con experiencias emocionales vividas en su familia e integrarlas en su identidad adulta. De ahí van a surgir unas nuevas relaciones familiares, un nuevo funcionamiento entre padres e hijo basado en la identidad diferenciada de cada uno y en la posibilidad de crecimiento personal individualizado.
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