Durante la década de los 1990 y la primera del siglo XXI, la AI (Adopción Internacional) estaba en plena expansión y – a pesar de la proliferación creciente de dificultades – pocas voces se elevaban para manifestar preocupación. Algunos países incluso aplaudían el aumento exponencial del número de adopciones y planeaban nuevas medidas para fomentar el crecimiento del fenómeno.
En esta época, era difícil imaginar que “el amor no es suficiente” y hablar de fracaso en la adopción resultaba tabú. Sin embargo, el tema “prohibido” fue saliendo a la luz gradualmente de formas variadas, ¡y a veces discutibles!
De manera intermitente y con cada vez más frecuencia, la atención comenzó a focalizarse en lo que ocurre entre bastidores. En 2013, el caso del “retorno” a Rusia de un niño adoptado por una familia estadounidense saltó a los titulares de los periódicos, e incluso inspiró a la actriz francesa Valérie Lemercier para crear el escenario de su comedia 100% Cachemire.
Si continuamos con el ejemplo de Francia, observamos que durante los primeros seis meses del año 2016, un anuncio oficial de estadísticas – rectificado posteriormente – sobre el número alarmante de adopciones fracasadas fue publicado en varios artículos periodísticos, algunos de los cuales incluyeron además un análisis de la cuestión.
En febrero de 2016, se sumó el libro Mauvaise mère de Judith Norman, que ofrece el relato de una adopción que tuvo un mal resultado.
En abril de 2016, parece llegarse al punto culminante con el documental de France 5 titulado Le scandale des enfants jetables, sobre el “rehoming” o la “readopción” en los EE.UU. ¡No resulta sorprendente que en el año 2016 solo se haya visto el lado oscuro de la adopción!
Por décadas, la adopción fue descrita como un cuento de hadas, una respuesta ideal a la esterilidad, una superposición exacta a la filiación biológica. Los medios alimentaron al público con testimonios color de rosa, en los que se describía con tono angelical el primer encuentro conmovedor, la primera mirada enamorada, los primeros días en los que todo es pura alegría, el fin del “camino de lucha” por la llegada de la “merecida recompensa”: nada podía ir mejor en el mejor de los mundos de la filiación adoptiva.
Con el correr del tiempo y de las situaciones, fueron apareciendo informes inéditos: la felicidad idílica anunciada se resquebraja y las particularidades de la filiación adoptiva dejan ver sus exigencias. Ahí es cuando la palabra “fracaso” hace su aparición, cada vez con más frecuencia, y cuando salen a la luz las fallas del cuento de hadas. Por su amplitud, hubo que buscar responsables: la culpa se atribuyó a la “falta de suerte”, al vínculo afectivo insuficiente, a las características desconocidas del niño o niña, a la preparación mediocre de los padres. Los análisis más o menos científicos que explican que la adopción puede convertirse en un infierno diario se impusieron por sobre los relatos adornados.
A esta situación, se añadió recientemente una baja importante en el número de adopciones internacionales : ¿la acumulación de reportes sobre fracasos atenuaría el efecto “desastroso” de la fuerte disminución? ¿Sirve de “consuelo” para todas aquellas personas que nunca verán su proyecto realizado? ¡Sin adopción, no hay fracaso! ¿Estas concomitancias son producto del puro azar de las circunstancias? ¿En qué medida afecta la ruptura? ¿Se trata de un fracaso del vínculo emocional o del vínculo familiar? Si un niño o niña puede seguir sin sus padres es que, sin duda, se ha construido mediante otros vínculos con otros adultos referentes. Ese niño, niña o adolescente puede experimentar la ruptura familiar, pero no la de su vida social, por ejemplo. Es por ello que no hablaré de éxito en la adopción, sino simplemente del éxito.
El fracaso en la adopción suele circunscribirse a los “casos en los que el niño o niña es devuelto a los servicios sociales o de protección de la infancia por su familia adoptiva”. Los porcentajes de estos fracasos tienen un margen de variación tan amplio que es difícil saber su grado de fiabilidad (de 2% a 20%, o hasta 25% según los estudios).
Varias cuestiones polémicas se cristalizan en torno a estas estadísticas. Algunos las ven como un cálculo inferior a la realidad, mientras que otros las consideran exorbitantes y alejadas de la realidad.
A fin de cuentas, ¿este tipo de estadísticas debe tomar precedencia para tratar el tema? ¿No sería más sensato preguntarse qué es esencialmente una adopción fracasada, tomando como punto de partida lo que significa una adopción exitosa? ¿No es posible que un fracaso desemboque en éxito y viceversa? ¿Quién no ha escuchado afirmaciones extremas del estilo “su adopción es pura alegría”, “se lo merecían después de semejante lucha”, y el corolario en negativo “su adopción es un fracaso”, “no les tocó un buen niño o niña”, “no deberían haber adoptado”? Estas expresiones reductoras esquematizan situaciones mucho más complejas de lo que parecen.
De un extremo al otro, presentan una caricatura carente de análisis y a veces encierran a los protagonistas en caminos sin salida. “Mi adopción debería ser pura felicidad; ¿qué hago si va en sentido contrario?” ¿Cómo debe definirse una adopción fracasada y una adopción exitosa sin correr el riesgo de alterar o restringir el campo de reflexión?
Un gran número de adopciones que no llegan al fracaso según su definición – y que, por tanto, no están comprendidas en las estadísticas – están cerca de la ruptura definitiva. El malestar existencial del niño o niña adoptado, su herida original, puede ocasionar el deterioro de las relaciones familiares (rechazo de todas las reglas, comportamientos violentos, acciones delictivas, autodestrucción, etc.) al punto de llevar al rechazo o a una ruptura no conocida pero muy real.
En las familias que viven este tipo de situaciones, a veces dramáticas, se insinúa la vergüenza y el miedo de no ser comprendidas. A menudo, suelen encerrarse en silencios, huidas, evitaciones, todo ello acompañado por una sensación indeleble de fracaso. Todas ellas habían sido declaradas “aptas para el servicio” por el otorgamiento de un certificado de idoneidad o autorización: ¿cómo pueden “confesar” que esta certificación – a pesar de todas las investigaciones y entrevistas que implicó – es desmentida por un naufragio, que no fueron bien valoradas? ¿No hay entonces ninguna esperanza?
No todos los fracasos terminan en ruptura definitiva. Existen muchas otras formas de ruptura que no llegan al rechazo total. No todos se dan en el mismo momento de la vida, si bien se tiende a decir que ocurren alrededor de la adolescencia. No todos son ocasionados por las mismas razones, que pueden ser tan solo transitorias. De la ruptura puede surgir una forma de reconciliación consigo mismo. Los niños y niñas que han rechazado a su familia o que han sido rechazados por ella terminan encontrando una suerte de equilibrio y construyen sus vidas, con sus riesgos, como muchas otras personas. Algunos vuelven con sus padres adoptivos, tranquilizados y conciliadores; otros continúan su existencia sin ellos, pero de todas formas tranquilizados.
Podríamos entonces hablar del éxito en lugar del fracaso en la adopción. Al fin y al cabo, ¿no es uno de los objetivos principales de la adopción darle al niño o niña una posibilidad de vida decente? Los padres adoptivos no son más “dueños” de su hijo o hija que los padres biológicos. Un niño o niña que se convierte en adulto realiza sus propias elecciones en función de lo que es, de lo que ha vivido y sentido.
En consecuencia, si en lugar de considerar a las dificultades, las fallas, los vaivenes, las situaciones violentas, los descarrilamientos, los naufragios, como excrecencias devastadoras de la vida, las consideráramos riesgos ineludibles de toda existencia, el término fracaso ya no sería percibido como una condena inapelable acentuada por el sufrimiento, la culpabilidad y el ensimismamiento. Al respecto, sería en verdad preferible hablar del fracaso en el acogimiento. El niño o niña adoptado y su familia adoptiva se sentirían en una configuración más positiva. El fracaso no sería vivido como el fracaso de las personas, sino más bien como el fracaso de una situación. ¿Quién no ha tenido fracasos en su vida? Sin bien tenerles miedo es legítimo, no deben obstaculizar nuestras acciones. Los recursos humanos resultan sorprendentes por su creatividad, energía y fuerza en situaciones que considerábamos inextricables.
El fracaso en la adopción no es el fracaso del niño o niña, ni de sus padres; es la triste falla de una relación, pero no compromete fatal, dramática ni irremediablemente la continuación de su existencia. Sin lugar a dudas, es importante reubicar la problemática del éxito o fracaso en la adopción en el centro de una pregunta más general pero igualmente compleja: ¿qué significa tener éxito en la vida?
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